Mi recuerdo habría sido muy feliz, hasta que se convirtió en uno de los más reconocidos en el pueblo natal de mi madre, en el que casi todo el mundo me recuerda por dos hitos, e incluso alguno más, que me guardo: el día que no me tomé una hostia y el día en el que me pegué tal hostia en bici que me quedé inconsciente (eso podría durar tres entradas e iría por fascículos). Me centro en el primero. Cuando tocó la hora de la eucaristía y todo el mundo se puso en fila. Evidentemente, me quedé sentada en la silla, porque una es muy respetuosa. Mi primo me echó bronca y cuando le conté que no había hecho la comunión, empezó a gritar indignado, hasta tal punto, que el cura se vio obligado a ofrecerme una hostia sin consagrar, para acallar a mi pariente y apagar las risas del resto de feligreses.
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